jueves, 7 de noviembre de 2013

TODO TIENE UN LÍMITE

Llevo más de una hora intentando empezar esta entrada, pero cada vez que lo hago la borro, porque no me convence. Aunque hay cosas que me convencen mucho menos y eso eres tú, preciosa.
Aposté muy fuerte por ti y fui tonto.
Siempre me gustó mucho apostar y algunas veces se pierde, como es el caso.

Cuando te conocí no me fijé ti, más que en tu cuerpo sabor verde; pero quise más, quería que fueses diferente a las demás. Te enseñe pasos simples con los que expandir tu mente. Te enseñe pasos para pensar de manera trascendente, y lo más importante de todo, te mostré otras realidades alejadas de tu mundo entre algodones de niña rica. Eras asquerosamente plana y tu mayor preocupación era tener más de cincuenta euros para abrigarte por las noches con alcohol contra la desdicha; pero poco a poco veía -o quería ver- un cambio en ti a raíz de tu bendita e inocente curiosidad.
Yo me ilusionaba entre recuerdo y recuerdo tuyo, tú me mostrabas lo increíble que podías llegar a ser en algún mundo venidero, yo no me podía arrancar tu sonrisa de entre las cejas y tú esperabas ilusionada en que llegase aquella noche en la que parase por aquel garito en el cual paras. Yo, tú, tú, yo. Así debería ser el mundo.

Y llegó aquella noche y no venías.
Las horas huían dentro de aquella degeneración de alcohol barato, donde la gente se afana en vender su alma por ser, o al menos, para que la sociedad les diga que lo son.

Y las horas pasaban y no venías.
Corría tanto el reloj que tuve que domesticar los minutos, para que no despertara el día. Gracias a eso te pudo dar tiempo a llegar y a abrazarme como si no hubiera un mañana.

Y las horas pararon y tú estabas mi, me, conmigo.
Que contento me puse, porque eras mía y por una vez yo quería dejarme querer. No pude creer lo embriagada que ibas al entrar en aquel sitio, pero no perdí más tiempo y te lleve a bailar -eso que tanto te gusta, pequeña- Ahí me dejaste claro tus prioridades, al verte corriendo como un simple perro detrás de los coches, mas tú corrías tras los cubatas y hasta perseguías el agua de los floreros. Solamente querías tu alcohol y si no lo tenías, te desesperabas.
Por fin me desmentí y vi lo que no quería ver, lo que rogaba a algún dios para no ver; que no cambiaste, que sigues siendo aquella niña de papá llorando con tal de no soñar. Qué tonto fui y que tonta fuiste, tanto peleaste por mí y cuando me tienes a tiro de piedra, dejas caer la piedra. Qué tonto fui y que tonta fuiste, que pensaba que eras diferente y me equivoqué. Qué tontos que fuimos.

Y las horas cesaron y tú estabas tú, te, sin mí.
Me enfadé contigo y no te enteraste, me despedí de ti, me fui y no te enteraste. Ahí te dejé, con tus amigos de hojalata, entre la cirrosis y tu estupidez; y ni siquiera en eso te enteraste, cielo.

Al día siguiente suplicaste mi perdón y yo te lo concedí, pero no te daré más oportunidades, ya que te he dado muchas, porque como dijo una persona: "Todo tiene un límite y el mío está aquí".


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